Extracción
de la piedra de la locura (1968)
En la
Edad Media, era una creencia común
que la locura
resultaba de crecimientos en el cerebro
,
en general descritos
como protuberancias o tumores
sobresaliendo de la
frente.
La extracción cirúrgica de esta "piedra de la locura "
de la cabeza de
personas consideradas insanas sirvió
de tema a varios pintores de los países
bajos durante el siglo XVI,
incluyendo a El Bosco, van Hemesen y
Breugel.
(fuente: Alejandra Pizarnik: a
profile, editado por Frank Graziano, © 1987 Lobridge-Rhodes, Inc.)
Vértigos o contemplación de algo que termina
Fragmentos para dominar al silencio
Un sueño donde el silencio es de oro
Extracción de la piedra de la locura
Noche compartida en el recuerdo de una huida
No nombrar las cosas por sus
nombres. Las cosas tienen bordes dentados, vegetación lujuriosa. Pero quién
habla en la habitación llena
de ojos. Quién dentellea con una boca
de papel. Nombres que vienen, sombras con máscaras. Cúrame del vacío --dije.
(La luz se amaba en
mi oscuridad. Supe que ya no había
cuando me encontré diciendo: soy
yo.) Cúrame --dije.
Detrás de un muro blanco la
variedad del arco iris. La muñeca en
su jaula está haciendo el otoño. Es el
despertar a las ofrendas. Un jardín recién creado, un llanto detrás de la música.
Y que suene siempre, así
nadie asistirá al movimiento del
nacimiento, a la mímica de las ofrendas,
al discurso de aquella que soy anudada a
este silenciosa que también soy.
Y que de mí no que demás que la alegría
de quien pidió entrar y le fue concedido. Es la música, es la muerte, lo que
yo quise decir en las noches variadas como los colores del bosque.
Joe, macht die Musik von damals nacht...
La que murió de su vestido azul está cantando. Canta imbuida de
muerte al sol de su ebriedad. Adentro de
su canción hay un vestido azul,
hay un caballo blanco, hay un corazón
verde tatuado con los ecos de los latidos de su corazón muerto. Expuesta a
todas las perdiciones, ella canta junto a una niña extraviada que es ella: su
amuleto de la buena suerte. Y
a pesar de la niebla verde en los labios
y del frío gris en los ojos, su voz corroe la distancia que se abre entre la
sed y la mano que busca el vaso.
Ella canta.
a Olga Orozco
Vértigos o contemplación de algo que termina
Esta
lila se deshoja.
Desde sí misma cae
y oculta su antigua sombra.
He de morir de cosas así
Fragmentos para dominar al silencio
I
Las fuerzas del lenguaje son
las damas solitarias, desoladas, que
cantan a través de mi voz que escucho a
lo lejos. Y lejos, en la negra
arena, yace una niña densa de música
ancestral. ¿Dónde la verdadera
muerte? He querido iluminarme a la luz
de mi falta de luz. Los ramos se mueren en la memoria. La yacente anida en mí
con su máscara de loba.
La que no pudo más e imploró llamas y
ardimos.
II
Cuando a la casa del lenguaje
se le vuela el tejado y las palabras no guarecen, yo hablo.
Las damas de rojo se extraviaron dentro de sus máscaras aunque regresarán para
sollozar entre flores.
No es muda la muerte. Escucho el canto de los enlutados sellas las hendiduras
del silencio. Escucho tu dulcísimo llanto florecer mi silencio
gris.
III
La muerte ha restituido al
silencio su prestigio hechizante. Y yo no
diré mi poema y yo he de decirlo. Aun
si el poema (aquí, ahora) no tiene sentido, no tiene destino.
Y las damas
vestidas de rojo para mi dolor y con mi dolor insumidas
en mi soplo, agazapadas como
fetos de escorpiones en el lado más interno
de mi nuca, las madres de
rojo que me aspiran el único calor que me doy
con mi corazón que apenas
pudo nunca latir, a mí que siempre tuve que aprender sola cómo se hace para
beber y comor y respirar y amí que nadie me enseño a llorar y nadie me enseñara
ni siquiera las grandes damas adheridas a la entretela de mi respiración con
babas rojizas y velos flotantes de sangre, mi sangre, la mía sola, la que yo me
procuré y ahora vienen a beber de mí luego de haber matado al rey que flota en
el río y mueve los
ojos y sonríe pero está
muerto y cuando alguien está muerto, muerto está
por más que sonría y las
grandes, las trágicas damas de rojo han matado al que se va río abajo y yo me
quedo como rehén en perpetua posesión.
Un sueño donde el silencio es de oro
El perro del invierno dentella mi sonrisa. Fue en el puente. Yo estaba desnuda y llevaba un sombrero con flores y arrastraba mi cadáver también desnudo y con un sombrero de hojas secas.
He tenido mucho
amores -dije- pero el más hermoso fue mi amor
por los espejos.
Vigilas desde este cuarto
donde la sombra temible es
la tuya.
No hay silencio aquí
sino frases que evitas oír.
Signos en los muros
narran la bella lejanía.
(Haz que no muera
sin volver a verte.)
a quien retorna en busca de su antiguo buscar
la noche se le cierra como
agua sobre una piedra
como aire sobre un pájaro
como se cierran dos cuerpos
al amarse
I
Ya perdido el nombre que me llamaba,
su rostro rueda por mí
como el sonido del agua en la noche,
del agua cayendo en el agua.
Y es su sonrisa la última sobreviviente,
no mi memoria
II
El más hermoso
en la noche de los que se van,
oh deseado,
es sin fin tu no volver,
sombra tú hasta el día de los días
Otoño en el azul de un muro: sé amparo de las pequeñas muertas.
Cada noche, en la duración de un grito, viene
una sombra nueva. A solas danza la misteriosa autónoma. Comparto su miedo de
animal muy joven en la primera noche de las cacerías.
Extracción de la piedra de la locura
La luz mala se ha avecinado y nada es cierto. Y si pienso en todo lo que leí acerca del espíritu...Cerré los ojos, vi cuerpos luminosos que giraban en la niebla, en el lugar de las ambiguas vecindades. No temas, nada te sobrevendrá, ya no hay violadores de tumbas. El silencio, el silencio siempre, las monedas de oro del sueño. Hablo como en mí se habla. No mi voz obstinada en parecer una voz humana sino la otra que atestigua que no he cesado de morar en el bosuqe. Si vieras a la que sin ti duerme en un jardín en ruinas en la memoria. Allí yo, ebria de mil muertes, hablo de mí conmigo sólo por saber si es verdad que estoy debajo de la hierba. No sé los nombres. ¿A quién le dirás que no sabes? Te deseas otra. La otra que eres se desea otra. ¿Qué pasa en la verde alameda? Pasa que no es verde y ni siquiera hay una alameda. Y ahora juegas a ser esclava para ocultar tu corona ¿otorgada por quién?, ¿quién te a ungido?, ¿quién te ha consagrado? El invisible pueblo de la memoria más vieja. Perdida por propio designio, has renunciado a tu reino por las cenizas. Quien te hace doler te recuerda antiguos homenajes. No obstante, lloras funestamente y evocas tu locura y hasta quisieras extraerla de ti como si fuese una piedra, a ella, tu solo privilegio. En un muero blanco dibujas las alegorías del reposo, y es siempre una reina loca que yace bajo la luna, no hables de la rosa, no hables del mar. Habla de lo que sabes. Habla de lo que vibra en tu médula y hace luces y sombras en tu mirada, habla del dolor incesante de tus huesos, habla del vértigo, habla de tu respiración, de tu desolación, de tu traición. Es tan oscuro, tan en silencio el proceso a que me obligo. Oh habla del silencio. De repente poseída por un funesto presentimiento de un viento negro que impide respirar, busqué el recuerdo de alguna alegría que me sirviera de escudo, o de arma de defensa, o aun de ataque. Parecía el Eclesiastés: busqué en todas mis memorias y nada, nada debajo de la aurora de dedos negros. Mi oficio (también en el sueño lo ejerzo) es conjurar y exorcizar. ¿A qué hora empezó la desgracia? No quiero saber. No quiero más que un silencio para mí y las que fui, un silencio como la pequeña choza que encuentran en el bosque los niños perdidos. Y qué sé yo qué ha de ser mí si nada rima con nada. Te despeñas. Es el sinfin desesperante, igual y no obstante contrario a la noche de los cuerpos donde apenas un manantial cesa aparece otro que reanuda el fin de las aguas. Sin el perdón de las aguas no puedo vivir. Sin el mármol final del cielo no puedo morir. En ti es de noche. Pronto asistirás al animoso encabritarse del animal que eres. Corazón de la noche, habla. Haberse muerto en quien se era y en quien se amaba, haberse y no haberse dado vuelta como un cielo tormentoso y celeste al mismo tiempo. Va y viene diciéndose solo en solitario vaivén. Un perderse gota a gota el sentido de los días. Señuelos de conceptos. Trampas de vocales. La razón me muestra la salida del escenario donde levantaron una iglesia bajo la lluvia: la mujer-loba deposita a su vástago en el umbral y huye. Hay una luz tristísima de cirios acechados por un soplo maligno. Llora la niña loba. Ningún dormido la oye. Todas las pestes y las plagas para los que duermen en paz. Esta voz ávida venida de antiguos plañidos. Ingenuamente existes, te disfrazas de pequeña asesina, te das miedo frente al espejo. Hundirme en la tierra y que la tierra se cierre sobre mí. Éxtasis innoble. Tú sabes que te han humillado hasta cuando te mostraban el sol. Tú sabes que nunca sabrás defenderte, que sólo deseas presentarles el trofeo, quiero decir tu cadáver, y que se lo coman y se lo beban. Las moradas del consuelo, la consagración de la inocencia, la alegría inadjetivable del cuerpo. Si de pronto una pintura se anima y el niño florentino que miras ardientemente extiende una mano y te invita a permanecer a su lado en la terrible dicha de ser un objeto a mirar y admirar. No (dije), para ser dos hay que ser distintos. Yo estoy fuera del marco pero el modo de ofenderse es el mismo. Briznas, muñecos sin cabeza, yo me llamo, yo me llamo toda la noche. Y en mi sueño un carromato de circo lleno de corsarios muertos en sus ataúdes. Un momento antes, con bellísimos atavíos y parches negros en el ojo, los capitanes de un bergantín a otro como olas, hermosos como soles. De manera que soñé capitanes y ataúdes de colores deliciosos y ahora que tengo miedo a causa de todas las cosas que guardo, no un cofre de piratas, no un tesoro bien enterrado, sino cuantas cosas en movimiento, cuantas pequeñas figuras azules y doradas gesticulan y danzan (pero decir no dicen), y luego está el espacio negro -déjate caer, déjate caer-, umbral de la más alta inocencia o tal vez tan sólo de la locura. Comprendo mi miedo a una rebelión de las pequeñas figuras azules y doradas. Alma partida, alma compartida, he vagado y errado tanto para fundar uniones con el niño pintado en tanto que objeto a contemplas, y no obstante, luego de analizar los colores y las formas, me encontré haciendo el amor con un muchacho viviente en el mismo momento que el del cuadro se desnudaba y me poseía detrás de mis párpados cerrados. Sonríe y yo soy una minúscula marioneta rosa con un paraguas celeste yo entro por su sonrisa yo hago mi casita en su lengua yo habito en la palma de su mano cierra sus dedos un polvo dorado un poco de sangre adiós oh adiós. Como una voz no lejos de la noche arde el fuego más exacto. Sin piel ni huesos andan los animales por el bosque hecho cenizas. Una vez el canto de un solo pájaro te había aproximado al calor más agudo. Mares y diademas, mares y serpientes. Por favor, mira cómo la pequeña calavera de perro suspendida del cielo raso pintado de azul se balancea con hojas secas que tiemblan en torno a ella. Grietas y agujeros en mi persona escapada de un incendio. Escribir es buscar en el tumulto de los quemados el hueso del brazo que corresponda al hueso de la pierna. Miserable mixtura. Yo restauro, yo reconstruyo, yo ando así de rodeada de muerte. Y es sin gracia, sin aureola, sin tregua. Y esa voz, esa elegía a una causa primera: un grito, un soplo, un respirar entre dioses. Yo relato mi víspera. ¿Y qué puedes tú? sales de tu guarida y no entiendes. Vuelves a ella y ya no importa entender o no. Vuelves a salir y no entiendes. No hay por donde respirar y tú hablas del soplo de los dioses. No me hables del sol porque me moriría. Llévame como a una princesita ciega, como cuando lenta y cuidadosamente se hace el otoño en un jardín. Vendrás a mí con tu voz apenas coloreada por un acento que me hará evocar una puerta abierta, con la sombra de un pájaro de bello nombre, con lo que esa sombra deja en la memoria, con lo que permanece cuando avientan las cenizas de una joven muerta, con los trazos que duran en la hoja después de haber borrado un dibujo que representaba una casa, un árbol, el sol y un animal. Si no vino es porque no vino. Es como hacer el otoño. Nada esperabas de su venida. Todo lo esperabas. Vida de tu sombra ¿qué quieres? Un transcurrir de fiesta delirante, un lenguaje sin límites, un naufragio en tus propias aguas, oh avara. Cada hora, cada día, yo quisiera tener que hablar. Figuras de cera los otros y sobre todo yo, que soy más otra que ellos. Nada pretendo en este poema si no es desanudar mi garganta. Rápido, tu voz más oculta. Se transmuta, te transmite. Tanto que hacer y yo me deshago. Te excomulgan de ti. Sufro, luego no sé. En el sueño el rey moría de amor por mí. Aquí, pequeña mendiga, te inmunizan. ( Y aún tienes cara de niña; varios años más y no le caerás en gracia ni a los perros.) mi cuerpo se abría al conocimiento de mi estar y de mi ser confusos y difusos mi cuerpo vibraba y respiraba según un canto ahora olvidado yo no era aún la fugitiva de la música yo no sabía el lugar del tiempo y el tiempo del lugar en el amor yo me abría y ritmaba los viejos gestos de la amante heredera de la visión de un jardín prohibido La que soñó, la que fue soñada. Paisajes prodigiosos para la infancia más fiel. A falta de eso -que no es mucho-, la voz que injuria tiene razón. La tenebrosa luminosidad de los sueños ahogados. Agua dolorosa. El sueño demasiado tarde, los caballos blancos demasiado tarde, el haberme ido con una melodía demasiado tarde. La melodía pulsaba mi corazón y yo lloré la pérdida de mi único bien, alguien me vio llorando en el sueño y yo expliqué (dentro de lo posible), palabras buenas y seguras (dentro de lo posible). Me adueñé de mi persona, la arranqué del hermoso delirio, la anonadé a fin de serenar el terror que alguien tenía a que me muriera en su casa. ¿Y yo? ¿A cuántos he salvado yo? El haberme prosternado ante el sufrimiento de los demás, el haberme acallado en honor de los demás. Retrocedía mi roja violencia elemental. El sexo a flor de corazón, la vía del éxtasis entre las piernas. Mi violencia de vientos rojos y de vientos negros. Las verdaderas fiestas tienen lugar en el cuerpo y en los sueños. Puertas del corazón, pero apaleado, veo un templo, tiemblo, ¿que pasa? No pasa. Yo presentía una escritura total. El animal palpitaba en mis brazos con rumores de órganos vivos, calor, corazón, respiración, todo musical y silencioso al mismo tiempo. ¿Qué significa traducirse en palabras? Y los proyectos de perfección a largo plazo; medir cada día la probable elevación de mi espíritu, la desaparición de mis faltas gramaticales. Mi sueño es un sueño sin alternativas y quiero morir al pie de la letra del lugar común que asegura que morir es soñar. La luz, el vino prohibido, los vértigos, ¿para quién escribes? Ruinas de un templo olvidado. Si celebrar fuera posible. Visión enlutada, desgarrada, de un jardín con estatuas rotas. Al filo de la madrugada los huesos te dolían. Tú te desgarras. Te los prevengo y te lo previne. Tú te desarmas. Te lo digo, te lo dije. Tú te desnudas. Te desposees. Te desunes. Te lo predije. De pronto se deshizo: ningún nacimiento. Te llevas, te sobrellevas. Solamente tú sabes de este ritmo quebrantado. Ahora tus despojos, recogerlos uno a uno, gran hastío, en dónde dejarlos. De haberla tenido cerca, hubiese vendido mi alma a cambio de invisibilizarme. Ebria de mí, de la música, de los poemas, por qué no dije del agujero de ausencia. En un himno harapiento rodaba el llanto por mi cara. ¿Y por qué no dicen algo? ¿Y para qué este gran silencio?
Noche compartida en el recuerdo de una huida
Golpes en la
tumba. Al filo de las palabras golpes en la tumba. Quén vive, dije. Yo dije quién
vive. Y hasta cuándo esta intromisión de lo externo de lo interno, o de lo
menos interno de lo interno, que se va tejiendo como un manto de arpillera sobre
mi pobreza indecible. No fue el sueño, no fue la vigilia, no fue el crimen, no
fue el nacimiento: solamente el golpear como un pesado cuchillo sobre la tumba
de mi amigo. Y lo absurdo de mi costado derecho, lo absurdo de un sauce
inclinado hacia la derecha sobre un río, mi brazo derecho, mi hombro derecho,
mi oreja derecha, mi desposesión. Desviarme hacia mi muchacha izquierda
-manchas azules en mi palma izquierda, misteriosas manchas azules-, mi zona de
silencio virgen, mi lugar de reposo en donde me estoy esperando. No aún es
demasiado desconocida, aún no sé reconocer estos sonidos nuevos que están
iniciando un canto de queja diferente del mío que es un canto de quemada, que
es un canto de niña perdida en una silenciosa ciudad en ruinas.
¿Y cuántos centenares de años hace que estoy muerta y te amo?
Escucho mis voces, los coros de los muertos. Atrapada entre las rocas: emportada
en la hendidura de una roca. No soy yo la hablante: es el viento que me hace
aletear para que yo crea que estos cánticos del azar que se formulan por obra
del movimiento son palabras venidas de mí.
Y esto fue cuando empecé a morirme, cuando golpearon en los cimientos y me
recordé. Suenan las trompetas de la muerte. el cortejo de muñecas de corazones
de espejo con mis ojos azul-verdes reflejados en cada uno de los corazones .
Imitas viejos gestos heredados. LAs damas de antaño cantaban entre muros
leprosos, escuchaban trompetas de la muerte, miraban desfilar -ellas, las
imaginadas- un cortejo imaginario de muñecas con corazones de espejo y en cada
corazón mis ojos de pájara de papel dorado embestida por el viento. La
imaginada pajarita cree cantar; en verdad sólo murmura como un sauce inclinado
sobre el río.
Muñequita de papel, yo la recorté en papel celeste, verde, rojo, y se quedó
en el suelo, en el máximo de la carencia de relieves y de dimensiones. En medio
del camino te incrustaron, figurita errante, estás en el medio del camino y
nadie te distingue pues no te diferencias del suelo aun si a veces gritas, pero
hay tantas cosas que gritan en un camino ¿por qué irían a ver qué significa
esa mancha verde, celeste, roja?
Si fuertemente, a sangre y fuego, se graban mis imágenes, sin sonidos, sin
colores, ni siquiera lo blanco. Si se intensifica el rastro de los animales
nocturnos en las inscripciones de mis huesos. Si me afinco en el lugar del
recuerdo como una criatura se atiene a la saliente de una montaña y al más
pequeño movimiento hecho de olvido cae -hablo de lo irremediable, pido lo
irremediable-, el cuerpo desatado y los huesos desparramados en el silencio de
la nieve traidora. Proyectada hacia el regreso, cúbreme con una mortaja lila. Y
luego cántame una canción de una ternura sin precedentes, una canción que no
diga de la vida ni de la muerte sino de gestos levísimos como el más
imperceptible ademán de aquiscencia , una canción que sea menos que una canción,
una canción como un dibujo que representa una pequeña casa debajo de un sol al
que le faltan algunos rayos; allí ha de poder vivir la muñequita de papel
verde, celeste y rojo; allí se ha de poder erguir y tal vez andar en su casita
dibujada sobre una página en blanco.